LA FRONTERA INVISIBLE

 


Una frontera es una demarcación geográfica que legitima la soberanía de una nación frente a otras. Es un elemento excluyente por principio, qué duda cabe; como los muros de mi casa que frente a otros define lo que es de mi pertenencia. Lo idílico sería que no las hubiese y que todos los seres de la Tierra estuviésemos hermanados y nos diéramos las manos para cantar el Cumbayá, pero no es así. Los Estados, más que los ciudadanos, tienen intereses en mantener las barreras porque no es lo mismo que una nación se haga cargo de 100.000 extranjeros con visado, que atender al mismo número de personas indocumentadas y en cuyo grueso pudiera haberse infiltrado delincuentes o terroristas.

En mi casa hay espacio para 20 personas y en navidades, cuando invito a mis amigos a cenar, los conozco a todos e intento agasajarlos lo mejor que sé. Después los despido en la puerta con una sonrisa y deseando que el año próximo lo podamos repetir. Pues bien, es lo mismo con un país con fronteras; como anfitrión tengo todo el derecho del mundo a saber quién entra y quién sale de mi casa, es decir, de mi país. Y derecho de aforo; diré yo cuál es el número óptimo de visitantes y no lo marcará nadie por mí, puesto que no es lo mismo dar de cenar a veinte que a cincuenta. Y a despedirlos siempre que se comporten inadecuadamente. Si alguien entra en mi casa sin avisar, sin llamar a la puerta, ése no puede esperar que mí otra cosa que mi cólera; ni más ni menos, la misma que él ejerce contra mí cuando solivianta mi propiedad.

Si alguien llama a mi casa pidiéndome de comer, es mi deber socorrerlo, pero me arriesgo a que se corra la voz y a que la próxima vez acuda un número mayor de personas. Por eso es necesario un poco de prudencia y dirigir al primero a un organismo social que para eso lo costeamos. No es falta de solidaridad sino de prudencia porque de otro modo estaría poniendo en riesgo a mi familia, a mis vecinos y a toda la barriada. Pecaría de ingenuo si no pensase que el primero que llegó no iría por ahí diciendo lo compasivo que fui con él para que otros, en justicia, requieran de mí igual trato. Por eso es muy importante dejar claras las cosas desde el principio. Y si es necesario, comprarse un par de dóberman para persuadir a quien pretenda entrar en mi casa sin mi autorización, de no hacerlo. Mis vecinos podrán decir que soy poco generoso, quizá, pero no ha sido en casa de éstos donde han irrumpido los pedigüeños. Porque, es muy bonito hablar de derechos humanos desde el norte de Europa donde no sufren la avalancha de la inmigración. Y por supuesto, no tengo yo la culpa de que en cada país de África halla un sátrapa sanguinario que subyugue a su propia población.

Si sucede es porque instituciones como el Banco Mundial o la ONU lo consienten, es decir, porque sólo cinco países con posibilidad de veto en el Consejo General de la ONU lo permiten. Estoy convencido de que la pobreza hoy es perfectamente erradicable en el mundo. Como tampoco tienen sentido los interminables conflictos de países como Etiopía, Siria o Palestina por poner un ejemplo. Si esto sucede es porque se admite. El drama de la población desplazada es sólo un arma arrojadiza que los países intermediarios utilizan como un ariete político contra los estados del primer mundo para rascarles el bolsillo. Se trata de un posicionamiento en el tablero geopolítico; el de sacar tajada económica de la necesidad. De ahí el "mercadeo humano" de países como Marruecos, Turquía o México y que es éticamente reprobable, pero políticamente tolerado.