LA IMPIEDAD DE SÓCRATES

 


Se le llama “la impiedad de Sócrates” al juicio y condena a muerte del ilustre filósofo nacido en el 470 a.c. y muerto en el 399 a.c. El juicio se enseña en las facultades como un ejemplo retorcido del uso de la justicia, como la farsa orquestada por los contrarios a un Sócrates ya anciano. Y ciertamente, los políticos atenienses lo detestaban porque era un personaje incómodo que criticaba cuanto hacía el gobierno de la república. Paul Cartledge, cree que el juicio fue un ejemplo de justicia y democracia, mientras que Andrew David Irvine sostiene que fue por lealtad a ésta, precisamente, por lo que Sócrates aceptó el veredicto de sus conciudadanos de acabar con su vida.

Pero pongámonos en antecedentes: durante la primera parte de su vida, Sócrates fue un patriota y un hombre de profundas convicciones religiosas, pero hacia el ocaso de su existencia (lo sabemos por sus críticos y por lo que escribió de él Platón, pues el filósofo no dejó nada escrito), criticó duramente la república y el panteón de dioses griegos; lo que suponía un grave delito en la Atenas de entonces. Sócrates creía en “una divinidad etérea sin el patrocinio de ningún dios en particular” y en una república virtuosa, nada que ver con la del final de sus días. Así que no es de extrañar que se granjeara el resentimiento y la desconfianza de sus contemporáneos hasta el punto de querer verlo muerto.

En el año 399 a.c. Meleto, que guardaba un fuerte resentimiento personal hacia el sabio, dirigido probablemente por Ánito y Licón, orador y político respectivamente, acusa a Sócrates de introducir nuevos dioses en el panteón ateniense y de corromper a la juventud alejándolos de los principios de la democracia. La inquina de Meleto se justifica en que el filósofo, al parecer, lo había ridiculizado al considerar que su arte apenas si valía para impresionar a las mujeres, a los niños y a los esclavos. La inquina de Ánito y Licón, sin embargo, se traducía en el odio cerval que ambos sentían por los sofistas en general.

Durante el juicio, Sócrates se defendió como había hecho siempre, valiéndose de la retórica y la ironía; lo que enfureció al jurado. Cuenta Jenofontes que al oír éste que le concedían librarse de la pena si pagaba una cuantiosa suma dinero, contestó “que para el escaso valor que tenía el Estado en un hombre como él, dotado de una misión filosófica, la multa podía ser también pequeña”. Y pidió jocosamente “que se le podía condenar a comer en los banquetes comunales”, en alusión a que estos eran deplorables. Hay que recordar que Sócrates no cobraba por sus clases y que vivió siempre de la caridad de sus amigos. Con todo, convinieron éstos en pagar la fianza e incluso prepararon su huida de Atenas, pero el filósofo se negó. Pudo incluso haber conmutado la sentencia de muerte por el exilio, como antes hicieran otros en su misma situación, pero también desestimó esta posibilidad. ¿Pero por amor a la patria como sostiene Irvine?

El filósofo tenía un motivo más sólido que la lealtad a la democracia para morir y era, la necesidad de ser consecuente con lo que había enseñado hasta entonces: justicia, amor y sobre todo, “virtud”. Pues nada había más importante en la Atenas de entonces que la consecución de la areté: la conquista de la “excelencia”. Si eso suponía morir, la ventaja bien lo merecía. Es por esto que sospecho que podía estar dentro de los planes del filósofo morir como un mártir. La fe ciega en una idea y así creo que Sócrates estimaba la suya, era motivo sobrado para dejarse matar. Sócrates consideraba su labor como una misión filosófica casi mesiánica. Así es, sin duda se consideraba el “elegido” de los dioses. No debió de quedarle ninguna duda cuando el oráculo de Delfos le confirmó a Querofonte que “nadie había más sabio en Grecia que Sócrates“. Por tanto, no podía huir de su destino y malograr su legado.

Por otro lado, el juicio a Sócrates fue justo porque se hizo conforme a las leyes de los atenienses. No se puede enjuiciar lo que hicieron otros en el pasado con la mirada de un individuo del siglo XXI. En la Atenas de Sócrates, atentar contra la propiedad de los dioses, la liturgia o las imágenes, vituperarlos en público o profanar los templos, se castigaba con la pena de muerte. Sin embargo, la pederastia, una abominación a nuestros ojos, era entonces una costumbre lícita y consentida, sobre todo entre los miembros de la aristocracia. Así que creo que la impiedad de Sócrates fue tal, y el suicidio, un sacrificio personal equivalente a la crucifixión de Jesús. Ambos vinieron a redimirnos de un pecado, el nazareno del pecado original. El griego, de la estulticia de los hombres por medio de la filosofía.