Se le llama “la impiedad
de Sócrates” al juicio y condena a muerte del ilustre filósofo nacido en el
Pero pongámonos en
antecedentes: durante la primera parte de su vida, Sócrates fue un patriota y
un hombre de profundas convicciones religiosas, pero hacia el ocaso de su
existencia (lo sabemos por sus críticos y por lo que escribió de él Platón,
pues el filósofo no dejó nada escrito), criticó duramente la república y el
panteón de dioses griegos; lo que suponía un grave delito en la Atenas de entonces.
Sócrates creía en “una divinidad etérea sin el patrocinio de ningún dios en
particular” y en una república virtuosa, nada que ver con la del final de sus días.
Así que no es de extrañar que se granjeara el resentimiento y la desconfianza de
sus contemporáneos hasta el punto de querer verlo muerto.
En el año
Durante el juicio,
Sócrates se defendió como había hecho siempre, valiéndose de la retórica y la
ironía; lo que enfureció al jurado. Cuenta Jenofontes que al oír éste que le
concedían librarse de la pena si pagaba una cuantiosa suma dinero, contestó
“que para el escaso valor que tenía el Estado en un hombre como él, dotado de
una misión filosófica, la multa podía ser también pequeña”. Y pidió jocosamente
“que se le podía condenar a comer en los banquetes comunales”, en alusión a que
estos eran deplorables. Hay que recordar que Sócrates no cobraba por sus clases
y que vivió siempre de la caridad de sus amigos. Con todo, convinieron éstos en
pagar la fianza e incluso prepararon su huida de Atenas, pero el filósofo se
negó. Pudo incluso haber conmutado la sentencia de muerte por el exilio, como antes
hicieran otros en su misma situación, pero también desestimó esta posibilidad.
¿Pero por amor a la patria como sostiene Irvine?
El filósofo tenía un
motivo más sólido que la lealtad a la democracia para morir y era, la necesidad
de ser consecuente con lo que había enseñado hasta entonces: justicia, amor y
sobre todo, “virtud”. Pues nada había más importante en la Atenas de entonces que
la consecución de la areté: la
conquista de la “excelencia”. Si eso suponía morir, la ventaja bien lo merecía.
Es por esto que sospecho que podía estar dentro de los planes del filósofo
morir como un mártir. La fe ciega en una idea y así creo que Sócrates estimaba
la suya, era motivo sobrado para dejarse matar. Sócrates consideraba su labor
como una misión filosófica casi mesiánica. Así es, sin duda se consideraba el “elegido”
de los dioses. No debió de quedarle ninguna duda cuando el oráculo de Delfos le
confirmó a Querofonte que “nadie había más sabio en Grecia que Sócrates“. Por
tanto, no podía huir de su destino y malograr su legado.
Por otro lado, el juicio a
Sócrates fue justo porque se hizo conforme a las leyes de los atenienses. No se
puede enjuiciar lo que hicieron otros en el pasado con la mirada de un
individuo del siglo XXI. En la Atenas de Sócrates, atentar contra la propiedad
de los dioses, la liturgia o las imágenes, vituperarlos en público o profanar
los templos, se castigaba con la pena de muerte. Sin embargo, la pederastia,
una abominación a nuestros ojos, era entonces una costumbre lícita y consentida,
sobre todo entre los miembros de la aristocracia. Así que creo que la impiedad
de Sócrates fue tal, y el suicidio, un sacrificio personal equivalente a la
crucifixión de Jesús. Ambos vinieron a redimirnos de un pecado, el nazareno del
pecado original. El griego, de la estulticia de los hombres por medio de la
filosofía.