LAS PENSIONES DE MAÑANA



El actual "Estado de bienestar" descansa sobre tres pilares principalmente: el sistema sanitario, la educación, y las prestaciones de la Seguridad Social. Pero son éstas últimas, por su singular significación, las que preocupan más al poder pues se hallan vinculadas a un granero de votos nada despreciable de 9 millones de personas.

Para que se hagan una idea de la importancia, el Estado ha destinado 53.052,7 millones de euros a Educación, un 4,26% PIB. 84.000 millones de euros a Sanidad, lo que supone el 7,6% PIB en 2020. Mientras que el gasto en pensiones ascenderá en este año 2021 a unos 163.297 millones de euros, un 33,8% PIB. De hecho, España es uno de los países de la UE que más dinero destina a pensiones. Y esto no sería un problema sino fuera porque las vigas que sostienen el edificio empiezan a dar síntomas de fatiga cuando no de derrumbe inminente.

Lo que solía exhibirse profusamente en las campañas electorales como muestra de la solidez institucional y de la solidaridad intergeneracional, las pensiones, en los últimos años los políticos evitan mentarlas prudentemente; y es que la promesa de antaño de “la jubilación merecida", languidece. Hoy se esquiva el debate ante la imposibilidad de garantizar una solución. El futuro se fía a una suerte de concurrencias milagrosas: un aumento significativo de la población cotizante (principalmente inmigrante), el incremento de la natalidad, cuando ni se incentiva ni parece que ésta vaya a producirse a corto plazo. Y el aumento del empleo, algo también poco probable. En definitiva, demasiados prodigios en un lapso de tiempo tan breve antes de la hecatombe.

Se dice que la esperanza de vida de los mayores es la responsable de este desastre social; quizás deberíamos ser solidarios y morirnos todos un poco antes afín de dejar algo de pensión para las generaciones venideras. Y es que el ratio cotizaciones-jubilación ha comenzado a ser deficitario para las arcas del Estado y como consecuencia, lo cotizado ya no es suficiente para sostener el sistema. Sin embargo, la historia no siempre fue así. Durante los años sesenta, setenta y ochenta, la gente cotizaba toda su vida laboral y se moría pronto para satisfacción del sistema. El ratio, por tanto, era positivo para la hacienda pública y todos tan contentos; los políticos sacaban pecho y los viejitos soñaban con una jubilación tranquila que no siempre llegaba. Y es que el estado del bienestar se sustentó y se sustenta en un fraude; y es, que en el hipotético caso de que la pirámide se inviertiera, es decir, justo lo que hoy sucede, las pensiones estarían en peligro de muerte.

El discurso actual sin embargo pivota sobre la idea de que es necesario "sacrificarse" una vez más por el bien común. No basta con ser partícipes “obligados” del timo del tocomocho sino que además, debemos inmolarnos por un bien mayor. De nuevo toca ser "solidarios" y contentarse con las migajas de un sistema en quiebra. Así, se habla de alargar la edad de jubilación, de subir el número de años cotizados para alcanzar el 100% de la misma, o de reducir considerablemente la cuantía de las pensiones futuras para que haya para todos.

Por otro lado, está muy extendida la creencia entre la población de que, cuanto se cotiza permanece "ahí" hasta el día en que el trabajador se jubila, en una suerte de "cuenta de ahorros". Es el mito de la "hucha social". Por supuesto esto no es así, no disfrutamos de un "sistema de capitalización", y ni es hucha y ni es social. El símil de "la hucha" o en su caso del “cerdito”, tan oído en las tertulias televisadas de otros tiempos, hoy ya no surte efecto porque la gente empieza a darse cuenta de la “trampa” que esconde "el sistema de reparto". Sin embargo es tarde y la suerte ya está echada. En la actualidad, el Estado del Bienestar se financia casi íntegramente mediante deuda externa. Es decir, endeudándonos todos y condenando el futuro de los jóvenes que serán, en última instancia, quienes  pagarán la fiesta del “estado del bienestar”. El éxito del sistema se fundamenta en que se grava el trabajo a cambio de una política social viable; la tan mentada “armonización”. Pero ni siquiera esto ya es suficiente.

Asimismo, los productos financieros como los fondos de inversiones y la sanidad privada, nunca fueron lo suficientemente atractivos como para que la ciudadanía española se desvinculase del Estado, en el caso de que lo pudiesen hacer. Que duda cabe que semejante dependencia responde al particular desarrollo histórico de las naciones, y que en el caso de España, es muy acusado; aún en la quiebra material, la gente seguirá confiando en que el Estado les salvará porque no han conocido en siglos otra cosa. Pero la fractura del sistema no es una cuestión de fidelidad sino de robustez financiera, y el músculo financiero español no está para tirar cohetes. (La deuda pública española alcanzó en junio de este 2021 un nuevo récord de 1,42 billones de euros, unos 122% del PIB).

Pronosticar lo que sucederá mañana es difícil, pero yo no apostaría por unas pensiones holgadas ni universales. Paradójicamente, el estado de bienestar, que ha sido siempre la envidia de los países del tercer mundo y de alguno del primero, no pasa por uno de sus mejores momentos en la actualidad. Sin embargo, el golpe de gracia lo ha propiciado “el populismo” de los últimos años, cuando los políticos, a cambio de votos, han prometido lo que no tenían. Hay que entender que los Estados caen en la bancarrota cuando sus obligaciones les atenazan de tal modo que se convierten en rehenes, y con ellos, los ciudadanos. Y España lo está.