CUANDO QUIEN CONSPIRA ES EL PODER

 


Conversando con un amigo a propósito de los efectos adversos de las vacunas antiCovid, me reprochó que afirmara que el Estado, a sabiendas, pudiera estar incurriendo en un genocidio al poner en circulación un medicamento con efectos secundarios tan graves como la muerte. "Sería de sicópatas ¿no crees?", me dijo, y no le faltaba razón. Pero la historia nos ofrece un extenso muestrario de Nerones sin escrúpulos que han llevado a sus pueblos a la masacre.

Decía un titular de El País de 2018 que al menos el 1% de la población está catalogada como psicópata: no siente empatía ni culpa. Ese porcentaje asciende al 4% entre ejecutivos, políticos y personas que ostentan cargos de alta responsabilidad; sintiéndose impunes, los dirigentes son capaces de cualquier cosa.

Así que, aún siendo pertinente la crítica de mi amigo, no me sorprendió en absoluto porque está muy extendida entre la población la creencia de que el Estado vela por nuestros intereses, cuando no es cierto. Un Estado es un conglomerado de grupos de presión con sus propios objetivos que pueden coincidir con el de la ciudadanía o no. Por otro lado, el Estado no es el gobierno elegido democráticamente, sino los grupos de presión que no son electos y que son, en última instancia, quienes diseñan la verdadera política del país y aún, la de todo un continente. Éstos son la industria militar, las multinacionales farmacéuticas, la banca, etc.

Badia (1977) entiende que los "lobbies" no pretenden conquistar el poder sino influirlo en pro de sus fines particulares. Son grupos sectoriales y no tienen una visión de conjunto, sino parcial de los problemas de la sociedad.

El presidente Eisenhower, dijo hablando a propósito del lobby militar-industrial en su discurso del 17 de enero de 1961: «En los consejos de gobierno, tenemos que tener cuidado con la adquisición de una influencia ilegítima, deseada o no, por parte del complejo militar-industrial. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos».

Eisenhower sabía bien de lo que hablaba porque las guerras las crean los grupos de presión como la industria militar. ¿Y no habrá mayor genocidio que enviar soldados a morir a una guerra provocada?

La manera de domeñar la opinión popular es por medio de la demostración de los beneficios que la adopción de una determinada política sanitaria, militar, financiera, etc, podría reportar, aunque suponga la pérdida de vidas humanas. En estos casos, la propaganda y la compra de voluntades es esencial. El "pasivo" se oculta, la verdad se camufla y el medicamento, en este caso, se ensalza contra toda lógica.

Así ha ocurrido recientemente con el Remdesivir (Gilead Sciences). Un tratamiento auxiliar del Covid-19 que cuesta 10 dólares en condiciones normales, pero que se vende por 3 mil, cuando se trata de un fármaco que se desarrolló para la hepatitis C sin éxito y que también se probó contra el ébola sin resultados. Con todo, el fármaco ya ha sido aprobado en más de 50 países (incluyendo EE.UU., Canadá, Japón y la Unión Europea), pese a ser desaconsejado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) por su indemostrada efectividad.

La infectóloga Raquel Stucchi, de la Universidad Estatal de Campinas, dijo en unas declaraciones: "Remdesivir no va a ayudar a controlar o modificar el curso de la pandemia. Es un medicamento que puede reducir levemente la posibilidad de que el paciente gravemente enfermo necesite un respirador, pero en los estudios no ha cambiado la mortalidad y tiene un costo muy elevado".

Un estudio realizado en China y publicado el 4 de febrero de 2020 comprobó que Remdesivir era tan efectivo como lo podía ser la cloroquina y sin embargo, significativamente más caro. No obstante, Estados Unidos ha respaldado el uso de Remdesivir para tratar a pacientes graves hospitalizados por COVID-19, pese a que lo rechazara la OMS. ¿Entonces, por qué ese empeño?

Pero el ahínco de los gobiernos por "el mal" so pretexto de "un bien mayor" postrero, puede ser perverso. Y para muestra un botón: El experimento Tuskegee sobre sífilis realizado entre 1932 y 1972 por el Servicio Público de Salud de los Estados Unidos, fue llevado a cabo para estudiar la evolución natural de la enfermedad en ausencia de tratamiento. Se realizó sobre un grupo de población rural de raza negra y no se interrumpió a pesar de la existencia de tratamientos eficaces para la resolución de la enfermedad como era la penicilina (1945).

​La ética preponderante en la época no contemplaba el consentimiento informado como se lo conoce en la actualidad, y los médicos ocultaban de manera rutinaria a los pacientes información sobre su estado de salud. Tras saltar a las portadas de los diarios fue clausurado en sólo un día.

En Guatemala durante los años 1946 a 1948 se inoculó deliberadamente a más de 1.000 adultos, indígenas y niños sífilis, chancroide y gonorrea, con el fin de estudiarlos en un proyecto médico patrocinado por el gobierno de los EEUU.

Un artículo de 2015 escrito por Miguel Ángel Criado en El País, explica como 21.000 voluntarios fueron sometidos a un ensayo con aerosoles en 1956, que tenía como objeto la guerra bacteriológica.

A finales de 1964, durante unas maniobras en los alrededores de Porton, en el condado de Wiltshire (Reino Unido), un comando comenzó a comportarse extrañamente hasta el punto de apuntar con sus armas a sus propios compañeros e incluso, a darse a la huída en un frenesí de locura. Lo que no sabían ni ellos ni sus oficiales es que se les había suministrado 75 microgramos de LSD.

Desde la creación del complejo ultrasecreto de Porton Down, en la I Guerra Mundial, más de 20.000 personas participaron sin saberlo, en miles de ensayos con gas mostaza, fosgeno, sarín y otros agentes nerviosos, ántrax, yersinia pestis, mescalina, ácido lisérgico y otras drogas.

A pesar de los terribles resultados del lanzamiento de la bomba atómica en 1945 sobre Nagasaki e Hiroshima por parte de los estadounidenses, los militares rusos deseaban obtener datos que les ayudasen a comprender los efectos nocivos de cara a un hipotético conflicto nuclear. Así nació el experimento nuclear de Orenburg (1954) en el que se vieron afectadas tres aldeas y cientos de militares rusos que fueron expuestos deliberadamente a la radiación  para estudiarlos.

Pero no sólo la ex-URSS ha utilizado a grandes grupos de personas como conejillos de indias. Los científicos de Estados Unidos inyectaron yodo radioactivo a personas para conocer de primera mano qué trastornos les causaba. Y no menos espantosas han sido las prácticas médicas de las multinacionales farmacéuticas en su deseo de probar ciertos medicamentos. Por ejemplo, es harto conocido el uso de medicamentos experimentales en el tercer mundo.

Los principales fabricantes del ramo prueban fuera de Europa y EEUU alrededor de la mitad de sus experimentos candidatos a medicamentos donde la atención sanitaria es la más elemental.

En este sentido, parece clara la ausencia de principio ético alguno, puesto que los intereses comerciales prevalecen sobre los morales. Prueba de ello es que, según un artículo publicado en julio por Reuters en relación con las vacunas contra el Covid-19, a todas las farmacéuticas, pero concretamente a AstraZeneca, “se le ha garantizado protección contra futuras reclamaciones de responsabilidad en sus vacunas COVID-19".

El lobby farmacéutico es uno de los más poderosos y lucrativos. Es de dominio público que la industria farmacéutica controla los sistemas sanitarios de todo el mundo y que son muy proclives a saltarse las más elementales normas deontológicas del sector. Son muchas las personalidades destacadas del ámbito sanitario que denuncian a diario que las prácticas que se siguen bordean, sino traspasan, la ley. Siendo la más conocida la de cambiar “estéticamente” un medicamento modificando algunas moléculas para que se adecuen al derecho comercial de venta. Alegando así, que se ha llevado a cabo un cambio “innovador” sobre el mismo. Dicha práctica se conoce como evergreening o "patente sobre el producto".

Un claro ejemplo sería el caso del Glivec, un anticancerígeno de la multinacional suiza Novartis al que, en abril de 2013, un tribunal de la India dictaminó que no se le concedería el derecho a la patente porque el producto no incluía verdaderas “innovaciones” sino que se trataba de una mera modificación de una molécula que impide la expansión de las células cancerígenas. Así, la India pudo producir el equivalente genérico, que constaba 156 euros mensuales, mientras que el precio de Glivec era de 2.000 euros al mes. 13 veces más caro.

De modo que la próxima vez que alguien le insinúe que el Estado en connivencia con las multinacionales, nos pueden engañar, no lo dude. Pasará por conspiranoico, pero al menos contará con la satisfacción de saber que tiene razón, porque la realidad es a menudo más sorprendente por macabra y surrealista que la ficción.