¿TRABAJAR, PARA QUÉ?

 


Trabajar es una maldición. Lo es desde que el imbécil de Adán desobedeció a Dios y éste nos expulsó del paraíso. Recordemos que el castigo consistió en el tormento del esfuerzo y el sufrimiento. Es decir, "en el trabajo". Y de golpe, fuimos relegados a la condición de esclavos de nosotros mismos, y del delirio por la posesión y el consumismo. Por lo tanto, todo deseo de no hacer nada, es una aspiración legítima a regresar a nuestros orígenes. Y a nadie se le debería impedir retornar a ese estado venturoso. ¿Quería Dios acaso que estuviésemos todo el día de acá para allá como hormigas atareadas?, no. A lo sumo, que el mayor esfuerzo fuera el de abrir la nevera para hacernos un sándwich de jamón y queso. Todo lo demás, es una blasfemia.

Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, tocado de una serenidad infinita para que gozase, como él, con la maravilla de la Creación y no para que anduviera "escoñado" todo el día. Esa era la verdadera naturaleza del hombre hasta que el cretino de Adán lo echó todo a perder. En ningún momento se refirió Dios al trabajo sino al ocio aeternus, como la condición natural del hombre. Pues la felicidad consiste en ver pasar las nubes, nada más. Claro que al leer estas palabras, el listillo de turno se estará preguntando, "y cómo vas a hacer para comprar el pan del sándwich, el queso y el jamón, por no hablar de la nevera y de la casa, si estoy todo el día rascándome la barriga". ¡Ay hombre de poca fe! Pues no preocupándose uno por bobadas, porque Dios provee sin límites; así de simple. Sólo hace falta fe, mucha fe.

Para empezar, hay que enseñar a los niños que no es bueno esforzarse demasiado en la escuela. En la "nueva" realidad social, no se necesitan personas con grandes conocimientos sino con mucha solidaridad para con el prójimo "racializado". La cultura y el deseo de aprender es una pretensión heteropatriarcal para tenernos sometidos al yugo del hombre blanco capitalista. Dile, que basta con aprobar en junio por los pelos, que si suspende alguna asignatura, ya está la ley Celaá para echarle un capote y hacerlo pasar de curso aunque sea un borrico. Que no habrá profesor que se atreva a discriminarlo, de lo contrario, lo denunciamos al "Comité de Ética e Implementación Positiva en la Igualdad Pedagógica del Género Subyacente"; que no tengo ni la más remota idea de lo que es, pero que dicho así, acojona un montón.

El niño necesita sentirse amparado por una sociedad que lo acoja amorosamente en sus brazos. No es un desecho industrial, porque en la nueva sociedad, nadie es menos que nadie y nadie se queda atrás por su condición de tarugo mental. Eso sí, debe ser "amigo de sus amigues", y socializar lo máximo que pueda, con el fin de encontrar una tana lo antes posible. Ya sea afiliándose a las juventudes de algún partido político, como hicieron antaño nuestros amados líderes, o metiendo la cabeza en el ayuntamiento de lo que sea; lo importante es entrar. Lo de prosperar es cuestión sólo de astucia sindical y de tiempo: que si una reconversión del puesto de trabajo, que si una compensación por la diferencia salarial con el IPC. Y si lo del "curro" no sale bien, siempre puede crear una oenegé de lo que le salga de los cojones, en tanto sea social. Lo que importa es que el proyecto se financie con fondos públicos. Y para eso están lo amigues.

Fue a Karl Marx a quien se le ocurrió la memez de que "el trabajo dignifica al hombre". Sólo un comunista podría pensar que el trabajo esforzado de la masa proletaria se paga con pundonor y no con dinero. ¡No hombre! El trabajo es un castigo y ya que me van a mortificar, por lo menos que me lo abonen. De hecho, el término trabajo proviene del latín y de un instrumento de tortura, el (tripalium). Como el término negocio que es (nec-otium), es decir, sin-ocio. Otro de los grandes mitos es que necesitamos trabajar porque es el camino para la realización personal. La búsqueda de la felicidad, además de ser una entelequia moderna, dudo mucho que se logre trabajando cuarenta horas semanales para pagar una hipoteca de condiciones draconianas. El segundo mito es que el trabajo nos hace sentirnos parte de un proyecto común. Pero eso dependerá de si yo quiero que el grupo me engulla hasta desaparecer, que no es el caso.

Siempre ha existido un sentimiento de animadversión hacia el ocioso, como aquel que no aporta nada a la sociedad, cuando el perezoso, el holgazán, el gandul, sólo busca que lo dejen tranquilo. Hay que desmitificar de una vez la figura del hombre laborioso como la de una persona responsable. Los mayores timadores del mundo lo parecían hasta que los sorprendieron con las manos en la masa. Recuerden si no el fraude millonario de Madoff. Hasta entonces, el tipo era el más respetado de Wall Street y sin embargo, un inmoral de mucho cuidado. Por otro lado, el hombre entregado, cumplidor y juicioso, lo es porque a él le da la gana; nadie se lo ha pedido. El motivo que le conduce a convertirse en un ergómano probablemente es el mismo que lleva a un vago a tumbarse a la bartola durante todo el día. Con la diferencia de que éste último no espera que nadie lo comprenda, sencillamente, desea que lo dejen en paz.

Así que, a la pregunta de ¿para qué trabajar? Sólo puedo responder que es de lo más desaconsejable, pero en el caso de tener que hacerlo, mejor de político; podrás rascarte a dos manos y, parecer respetable.