LA TRINCHERA: un alegato contra la guerra

 

Extiendo las piernas a ambos lados del jergón. Por debajo de la cintura mi cuerpo dibuja una uve y me recreo observándolas, asaltadas de cicatrices. No son las piernas de un atleta, pero se mantienen en forma. Me sorprendo gratamente porque hace bastante que no las ejercito sino es para correr de una posición otra en el frente. Antes no les prestaba ninguna atención. De niño tenía otras cosas en las que pensar y me llevaban de un sitio a otro con un automatismo distante, con una presencia poco definida. Ahora nos toleramos como hacen los matrimonios longevos. Digamos que después de tantos años, mis piernas y yo, hemos aprendido a convivir juntos y nos respetamos. Hemos llegado a un pacto de no agresión; yo no las hago sufrir, y ellas sostienen mi paso con cierta dignidad. El acuerdo aún sigue vigente, pero dudo que dure mucho más.

No hay nada de heroico en ellas. Están un poco magulladas con marcas que se remontan a la niñez, otras son recientes. Con todo, se puede decir que las he cuidado bien todo este tiempo, y ellas han hecho lo mismo por mí. De vez en cuando me recuerdan que están ahí con un dolor agudo de ciática que me turba, por lo demás, son fieles compañeras. Recuerdo contemplarlas más de adolescente, cuando el sol de la playa me ardía la espalda y el rumor de las olas era constante. Cavaba un hoyo y las enterraba, y de inmediato las perdían de vista bajo la arena húmeda, como si la playa las hubiera engullido. Entonces el agua llegaba sin avisar y deshacía el manto oscuro de tierra que las cubría. Ahora, apenas reparo en ellas si no es al momento de enjabonarme bajo la ducha.

Mis extremidades han sufrido poco en todos estos años; son las piernas de un mecanógrafo de oficinas que pasa ocho horas tras un escritorio. Mi arma en esta guerra había sido hasta hoy una máquina de escribir Imperial de 1915, en  Westminster, sin embargo, hace un mes me destinaron al frente francés de Somme. Somme es una brecha en la tierra de cuarenta kilómetros al norte de Francia. Una herida interminable de trincheras que supuran dolor y miedo. El frío y la humedad nos acobarda más que los alemanes; las zanjas están anegadas permanentemente y el paraje por encima de nuestras cabezas es un páramo yermo repleto de cráteres por los impactos de los obuses. Desde que los malditos "boches" bombardearon la cocina, no hay nada caliente para llevarse a la boca. Nos alimentamos la mayor parte del tiempo de galletas húmedas, aunque hay quien, a escondidas, despelleja a las ratas que se cuelan en el abismo de la zanja.

Mis botas están siempre embarradas y los calcetines húmedos; no sé cuándo fue la última vez que calcé una muda seca. Las lluvias se suceden en este erial yermo y el camino entre los parapetos artillados se hacen intransitable. A diario recorro las líneas de puesto en puesto llevando y trayendo mensajes para los oficiales; la telefonía es un desastre a causa de los intensos bombardeos y me mandan a mí para comunicar las novedades del frente. "La guarida de los oficiales" no es mejor que el barracón de los soldados; algo más íntimo, algo más confortable, pero con ese permanente olor a podedumbre que no nos abandona desde hace semanas. Los oficiales, cuando me ven llegar a la carrera, jadeante y empapado, resoplan consternados. Toman el comunicado de mis manos temblorosas, se apartan unos metros y leen cabizbajos. Después les oigo maldecir. A veces hay mensaje de retorno, pero la mayor de las veces me despiden con un: ¡Nada, muchacho! Y se pierden en la negrura del hueco excavado en la tierra que llaman hogar. En ocasiones, cuando llego hasta el puesto del 11.º Batallón del Regimiento de Cheshire, en el nivel de la colina, busco con denuedo la imagen del capitán Douglas Hamilton, un héroe para todos y diviso la silueta de un hombre en un jergón de madera, en el interior de la cueva. Dicen que sufre de fiebres, pero que se niega a que lo trasladen al hospital de campaña; hay quien dice que la malaria lo ha trastornado para no ser ya el mismo. Y ya nadie dirige la ofensiva norte. Las ametralladoras apuntan en aquella dirección y de vez en cuando disparamos alguna ráfaga corta para mantener la tensión y los alemanes nos contestan con algún disparo de mortero.

Los muchachos han rescatado hoy el cadáver de Johnny. Hace tres noches, en un ataque de pánico, decidió desertar; no soportaba por más tiempo el estruendo de los morteros ni el pestilente olor de las trincheras. Recorrió cien metros sin que el sargento, pistola en mano, acertase a matarlo. Hasta que se topó con las alambradas de los "boches", entonces, atrapado como una mosca en la tela de una araña, fue blanco fácil para los Mauser de precisión de los alemanes. Alguien disparó una bengala. El cielo se iluminó en un fogonazo. Después, un tiro certero en la cabeza. El enemigo lo celebró entre vítores. Nosotros callamos. Johnny no era mal muchacho, un poco inquieto, un poco nervioso, pero y quién no lo estaría después de dos meses recibiendo descargas de artillería en medio del lodazal.

La mañana del jueves amanecimos con una nube mostaza que atajaba el campo de batalla a gran velocidad. Alguien gritó a lo lejos: "¡gas, gas!" Y todos corrimos a cubrirnos la cabeza con las máscaras. La nube avanzaba hacia nuestra posición. Se deformaba y expandía como un organismo vivo. Para cuando llegó a nuestra altura, la mayoría de los muchachos se habían desecho del casco Brodie de reciente adquisición, y vestían ya el infernal atuendo, menos yo. Cada vez que intentaba sacar la máscara antigás de la mochila, la goma se atascaba con la hebilla y no acertaba a extraerla. El cabo Ransfield se percató de mi torpeza y me la arrebató con furia. Lo miré aterrado; creí que me la iba a jugar, pero no. El bueno del cabo desmontó con la habilidad de un experto la boquilla y me la devolvió libre de ataduras. Respiré aliviado tendido en el suelo encharcado de la trinchera mientras Ransfield, transfigurado por el vaho de mis cristales, regresaba a su posición sin esperar siquiera mi gratitud.

Hoy me van a amputar los pies; la gangrena me corroe por dentro y el capitán médico me ha dicho que son mis pies o mi vida. La morfina no es suficiente para calmar el dolor que siento. Me los han vendado, pero bajo la gasa supura un líquido viscoso. Me recuesto de nuevo y maldigo mi suerte.

Recuerdo el instante en que ya no pude recorrer más el cenagal y me detuve exhausto con una queja en la boca. Aquel día el dolor me paralizó las piernas y caí de bruces. El sargento me ordenó que me levantara. Sus ojos ardían fuego, incluso creí que me fuera a apuntar con su arma reglamentaria para dispararme a bocajarro como hizo con Johnny. Pero no pude hacerlo; el dolor era insufrible y le supliqué que no apretara el gatillo. Y como si supiera la razón de mi suplicio, me indicó que me quitase las botas. Aquella mañana hacía un frío helador y los malditos "boches" habían comenzado a disparar otra vez fuego de morteros. Dejé el macuto a un lado con la correspondencia de la mañana, procurando que no fuera a parar a los charcos, y me senté en un saliente. El sargento me amenazaba con la mirada. "¡Bueno muchacho, a qué esperas! O acaso quieres que te descalce yo". "¡No, señor!" Respondí y me apuré, pero la tela de los calcetines se habían fundido con la piel hasta el punto de parecer una misma cosa mohosa y pútrida. Me horroricé: mis extremidades habían adquirido un color azulado intenso, casi negro. "De acuerdo muchacho -dijo el sargento-, hoy no correrás las líneas. Hoy no". Entonces su voz adquirió un tono indulgente. "No te muevas de ahí -acerté a escuchar entre estruendos y llamaradas-, llamaré al alférez médico". Y lo vi partir hacia High Park, entre cascotes de escombros volando por los aires. El cielo pálido del frente se había vuelto oscuro de repente, como si la noche nos hubiera engullido, y todo el mundo a mi alrededor gritaba y corría enloquecidos. Mi siguiente recuerdo después de aquello es el día de hoy, tendido sobre el camastro y con las piernas vendadas hasta las rodillas y esperando el serrucho.

Vuelvo la cabeza hacia ambos lados del hospital y hay cincuenta chicos que llaman a sus madres en un grito de dolor. Los médicos se afanan por curar sus heridas; he visto miembros amputados arrojados a los barreños de metal que hay cada pocos metros, como piras de sacrificio al dios de la guerra. Las enfermeras corren de acá para allá, el delantal de sus uniformes está teñido de sangre, no así sus cofias blancas e inhiestas. Parece no afectarles el horror de la contienda; son eficientes como una mina antipersona, y sin embargo, hermosas como las Valkirias de los bardos vikingos.

Me vuelve el picazón en los pies y me recuesto. Me pregunto cómo me puede picar la carne muerta que no siento.

Echo de menos el rumor del agua salobre del mar. Después de que me las arrebaten, ya no podré enterrar mis piernas en la arena, como antes, ni correr, ni calzar mis zapatos nuevos los domingos. ¿Tiene la guerra algún sentido para Dios? Porque para los hombres parece que sí. Para mí parecía tenerlo, ahora ya no estoy tan seguro de ello. Me embarga una sensación ambivalente. Por un lado me siento un traidor por pensar como lo hago, pero ya no me afecta tanto la soflama bélica que nos exhortar a la batalla. Soy un mecanógrafo que va a perder las piernas sin haber disparado un solo tiro en esta maldita guerra. Recuerdo sin embargo desfilar de camino al puerto para embarcarnos con destino al continente. Todos en formación, todos sonrientes, orgullosos, valientes. La gente nos saludaban en las calles agitando la union jack y las chicas nos lanzaban besos al aire. Ahora no estoy tan seguro de que la guerra sirva para alcanzar la "libertad" como nos prometieron.