ELOGIO AL ABURRIMIENTO

 

El aburrimiento no es no tener nada que hacer, sino no sentirse atraído por ninguna actividad. Es la falta de concentración y de expectativas que conducen al tránsito letárgico del tiempo. Para muchos, sentirse aburrido es una maldición gitana; no soportan la sensación de la apatía, de la flema incontenible, les desborda. No importa lo que destilen las pantallitas de los móviles, siempre será mejor que morir en vida.

La gente le tiene un miedo atroz a aburrirse porque significa perder el tiempo en la sociedad de las prisas. Algo tan habitual en otras épocas como mirar a las musarañas en tanto la vida corre, ahora es un tormento insufrible que lo enemista consigo mismo. Pues la apatía pone al descubierto el interior de las personas, les obliga a mirarse en el espejo del alma y no siempre es hermoso lo que allí se aprecia.

¿Pero nos perdemos algo al evitar aburrirnos? Yo diría que sí. Cuando nos aburrimos, nuestra mente deambula libremente, no se siente forzada a pensar en algo en concreto, puede navegar por el subconsciente como mejor prefiera.  Las mentes aburridas son tremendamente útiles, mucho más que las hiperconcentradas porque son creativas hasta límites insospechados. Puede parecer un contrasentido, pero así es. Históricamente, los inventos más audaces tuvieron como origen el aburrimiento. A mi parecer, sucede esto porque permite apreciar la realidad desde otro punto de vista. Prueba de ello son las innumerables referencias  que el aburrimiento ha devenido en mejoras para la humanidad; desde el hecho nada despreciable de la consecución de la ley gravitacional de Newton cuando éste, hastiado, vio desprenderse una manzana de un árbol. Hasta el hallazgo del norteamericano Walter Hunt, en 1840, cuando una tarde de aburrimiento soporífero, jugando con un alfiler, dio con el negocio de su vida: el imperdible. 

La fugacidad de la vida nos impide percatarnos de los pequeños detalles y éste nos brinda la oportunidad de mirar las cosas bajo un nuevo prisma. Acaso más relajado, sumido en el sopor, casi ebrio.

El aburrimiento te hace sentir cansado, lento y desinteresado, todo lo contrario de lo que se espera de un individuo energizado del siglo XXI, y sin embargo, te lleva a la acción por medio de soluciones imaginativas, imprevistas y desconcertantes. La lógica del aburrimiento nos conduce a soñar despiertos; la ensoñación es el fruto del hastío en el que a veces caemos presos. Nos exaspera que todo carezca de interés, pero bajo su dialéctica, el tiempo se detiene y las cosas adquieren otra significación. Es entonces cuando nos interrogamos por el propósito de todo y descubrimos que nada merece la pena. Es un antídoto magnífico contra el ajetreo; que nada sea capaz de captar nuestra atención en un mundo de estímulos es un milagro.

La falta de objetivos induce al aburrimiento, es el dolce far nente de los italianos. Hastiado, uno se "abre" a nuevas expectativas. Las mejores ideas surgen tras un periodo eterno de no hacer nada, pero después de un rato, un fogonazo intuitivo ilumina nuestra mente y gritamos ¡Eureka! Uno se vuelve más tolerante, más altruista, más dispuesto a todo. De pronto las cosas más pequeñas cobran relevancia y hasta el vuelo de una mosca adquiere una importancia tremenda. Y te preguntas, cómo es posible que un ser tan poco aerodinámico vuele, y sin embargo lo hace. Tomamos consciencia de la otra realidad; de esa que parece destinada sólo a los niños.

El aburrimiento puede dar lugar a los cambios más radicales en la vida de las personas. Surgen tras periodos largos y continuados de inapetencia. Esto es así porque toda actividad requiere un máximo de atención mientras que el mundo alternativo del aburrimiento no precisa de nada y la nada nos envuelve hasta abrazarnos, hasta hacernos suya. Cuando los niños se aburren, si aliviáramos sus momentos de tedio con distracciones, les estaríamos haciendo un flaco favor porque dejarían de imaginar, e imaginar es la forma en que desarrollan sus capacidades. Tienen que aburrirse hasta cansarse para establecer metas.

Cuando alguien trabaja está entregado a una actividad y cuando por fin se detiene, se halla tan agotado que no quiere aburrirse, sino descansar. Por lo tanto, no es la fatiga la que conduce al aburrimiento sino el hastío. Después de un día intenso no se busca pensar, que es justo lo que hace el sopor que sobreviene con el aburrimiento, sino distraerse o descansar. Encendemos el televisor para que nos entretenga del mismo modo que un niño pide que se le distraiga. Pero hacerlo es contraproducente.

La gente se empeña en reflexionar en estado de concentración cuando el aburrimiento proporciona la serenidad necesaria. Una mente que piensa en estado de agitación es poco eficiente y propensa a cometer errores. El pensamiento surgido del tedio es reposado y exento de impulsos. Si estás ocupado no puedes pensar sino en lo que haces, mientras que si no haces nada en absoluto, puedes pensarlo todo.

Mientras esperamos el autobús, la salida del próximo vuelo o simplemente a que se enfríe el café en una cafetería  cualquiera, el tiempo discurre con lentitud y el cerebro se aletarga; el aburrimiento llega a hurtadillas. La ausencia de atención en un mundo hiperactivo es una frivolidad que no todo el mundo puede permitirse. Así que decidimos acudir al móvil para distraernos antes que experimentar nuestros pensamientos en su forma más genuina. La mayoría de las personas optarán siempre por la distracción del celular, pues el pozo de nuestro interior es oscuro y profundo. La desidia sin embargo nos concede la dicha de estar permanentemente inactivos, como perdidos. Entonces, ¿por qué reactivarse?

Dicen los expertos que el aburrimiento está detrás de las conductas ludopáticas o adictivas, pero no es así, más bien es “el miedo” a aburrirse lo que los “engancha”. Somos seres necesitados de estímulos, por eso muchos caen hechizados por la fantasía de los estímulos inmediatos de las máquinas tragaperras, los juegos de ordenador, los escaparates y la última ganga, la obsesión por esculpir el cuerpo, la noticia de última hora o las drogas. ¡Estímulos, estímulos, estímulos! En las familias desestructuradas, el vacío del aburrimiento es tan grande, que la evasión sensitiva es una solución atractiva para sortear el miedo de no tener un futuro. Cada minuto en que no sucede nada, las personas mueren un poco por dentro y eso las lleva a consumir sin miramientos. El tiempo entretenido parece más provechoso que el tiempo vacuo. Pero sólo es un espejismo en el desierto.

Aburrirse goza de una malísima reputación en sociedad porque significa “perder el tiempo”; no es productivo,  no se gana dinero con ello. Pero para perderlo primero hay que disponer de él y en el más absoluto hastío, el tiempo se diluye por la rendija del espacio hasta no quedar nada.

Todo el mundo puede hacer algo, pero no todo el mundo puede no hacer nada, y en esto consiste aburrirse. Para esto se requiere práctica. Aburrirse entraña un proceso de experimentación personal que puede llevar toda una vida. No es fácil arrumbarse en una hamaca y dejar que el tiempo transcurra despacio. Hastiarse con profesionalidad es un arte en sí mismo. En la filosofía de “no hacer nada”, todo transmuta en baldío. El aburrimiento llega con un desánimo tal que nos desploma en el sofá; el tiempo y el espacio pesan. Todo se vuelve grávido. Y así es como sabemos que nos aburrimos soberanamente. Ahora, sólo queda esperar a que suceda algo que capte nuestro interés, pero si no sucede nada, perseveraremos en nuestro estado vegetativo.