LA PRIORIDAD DE LAS MÁQUINAS

 


La insistente llamada de un móvil, el teléfono de mesa que no cesa, el timbre de la puerta, la alarma del despertador en la mesita de noche que nos sobresalta, la lavadora que pita porque ha terminado la programación, todos estos hechos que no son azarosos, responden a un objetivo: interrumpir un buen momento. Por qué habría yo de darle prioridad a un aparato que se desgañita sobre la mesa sólo para fastidiarme. Porque es la insistente reiteración del dispositivo (que es para lo que está hecho), lo que nos mueve a cortar una conversación, nuestro descanso o cualquier otra actividad que nos reporte bienestar. Por qué le damos más importancia al teléfono que suena que a la persona que tenemos enfrente. Por qué quien nos llama tiene preferencia sobre mi invitado.

¿Qué diría usted si su tendero le dejase con la palabra en la boca para atender a otra persona? Sería de una mala educación imperdonable, ¿no es cierto? Pues eso mismo sucede cada vez que suena el móvil y callamos a nuestro interlocutor para atender la llamada; una llamada que con toda seguridad será una bobada. ¿Entonces, por qué concedemos prioridad al teléfono? No es más urgente una llamada porque suene machaconamente. Tampoco lo es la retahíla de whatsapps que se suceden como si alguien, del otro lado, estuviera emitiendo un SOS antes de naufragar. Y aunque lo fuera, que espere; la posibilidad de que un whatsapp entrañe una información relevante es tan improbable como que a mí me toque la lotería. Así  que, por qué desvivirse para mirar la puñetera pantallita del móvil cada vez que éste se retuerce en la mesa.

Es de una descortesía imperdonable. No es culpa del aparato, claro (fue diseñado para ese cometido). Pero sí lo es de quien otorga más importancia a una llamada, que sólo tendría entidad si fuera un caso de vida o muerte, que a la persona que está atendiendo. De hecho, estimo que es un error haberles concedido tanta importancia a los aparatos, precisamente en la era de la tecnología, porque de algún modo han venido a sustituir a las personas en aquellas labores que eran propias de éstas. Hoy se entabla una relación amorosa por internet no cara a cara, se estudia con una tablet no con un libro de texto, se escucha música en un MP3 y no se pierde el tiempo con un instrumento que precisa horas de aprendizaje, y se discute de política mediante Twitter y no con la palabra. Por supuesto, el contenido lo sigue originando el hombre, pero ya por poco tiempo. Las inteligencias artificiales están aportando contenido por sí mismas sin el concurso de un humano. Lo que significa que estamos de más. Y la prueba de que el hombre se ha devaluado frente a las máquinas es que les prestamos más verosimilitud a éstas que a nosotros mismos. Hoy es más fiable la predicción meteorológica de un satélite que se halla a miles de kilómetros por encima nuestra que la que podamos realizar nosotros mismos sacando la cabeza por la ventana. Esta atención desmedida a los artilugios ha ido en nuestro demérito sin duda, porque nos ha convertido en esclavos tecnológicos. Abrimos los ojos y encendemos el móvil con el mismo ahínco con el que corremos a prepararnos un café antes de hacer nada; somos adictos al dichoso aparato. No nos dirá nada nuevo o al menos, nada que no pueda esperar un par de horas y sin embargo echamos manos de él como el fumador que prende su primer cigarrillo en cuanto se calza las zapatillas.

A cualquiera que fuera a realizar una labor que requiera atención, y vivir lo es, le aconsejaríamos que mientras estudie, trabaje, lea, mantenga una charla o vea una buena película, silencie o apague todos los aparatos que tenga en un radio de cincuenta metros. ¿Entonces, por qué no nos aplicamos el consejo?

No sé si existe, pero debería instaurarse "el día sin aparatos eléctricos". Deberíamos hacer como los judíos y respetar el "Shabat" cada semana para desintoxicarnos de esta adicción endiablada a los artilugios electrónicos, que si bien nos ayudan, también nos consumen la vida. Porque ya no sabemos vivir sin llevar el móvil en el bolsillo. Cierto es que nos procuran muchas ventajas, pero no menos disgustos. Si hace cuarenta años nos hubieran dicho que seríamos esclavos de unas pantallitas miserables, no lo hubiéramos creído y sin embargo aquí estamos. Aunque en algún caso lo pueda entender, hoy hablamos más con las Alexas y con los Sonos One que con nuestras parejas y consultamos las noticias vía móvil antes que con un periódico en la mano. Antaño podía pasar toda una tarde fuera de casa que no sucedía nada, hoy el puñetero móvil suena cada cinco minutos para saber qué estoy haciendo y dónde me hallo; ni a la Stasi se le hubiera ocurrido un sistema mejor para controlar a las personas. Qué quieren que les diga, yo seré un nostálgico, pero nos hemos desnaturalizado con la modernidad. Hemos ganado en confortabilidad, sí, a costa de libertad individual. Y deben saber que la tan aclamada "conectividad" sólo es un mito ilusorio porque si guasapear es el equivalente a mantener una conversación hablada, que baje Dios y lo vea. En fin, que ya ni nos reconocemos.