QUÉ BONITO DÍA HACE EN EL SALÓN DE CASA



Cómo hacíamos semejante locura: besarnos, abrazarnos, estrecharnos las manos y hasta respirar uno al lado del otro. Cómo se nos ocurría amarnos, confortarnos, darnos cariño y hasta mirarnos a los ojos, con la de patógenos que transmite el ser humano. Ahora juego a reconocer al otro con la cara cubierta; como un forajido. Y a esquivarlo como si lo fuera de veras, vaya a ser que me contagie un estreptococo. Prefiero preguntar por la salud a distancia y parecer que me importa, con un cálido WhatsApp, emoticón incluido, que alienta tanto como un achuchón.

Me gusta saber que la administración vela por mí, que soy un simple número; ni más ni menos que nadie. Que cuando necesito realizar algún trámite, puedo prescindir del trato humano y hacerlo vía internet, con deneí, huella digital y reconocimiento facial. Que cuando me duele el juanete puedo contactar con un médico que me lo examina por teléfono y que me pregunta "si lo tengo muy colorado tirando a tomates o a ciruelas", que es mucho más sencillo. Y que mi receta aguarda en el dispensario, tras formar una cívica cola en torno a la manzana de la farmacia. Aunque también lo puedo pedir por Amazon y tenerlo aquí mañana mismo, sin necesidad de salir de casa.

Ya no necesito ir al psicólogo, dispongo de Alexa que igual me da el tiempo, que me dice la raíz cuadrada de cinco, que me lee poesía; me comprende mejor que nadie. Y si me confinan otra vez, tengo a mi disposición todas las películas del mundo en Movistar. Cuando siento la necesidad de ver verde porque tengo debilidades, como todos, me pongo en la pantalla de mi nuevo iPad una imagen de un bosque y el sonido de un arroyo, y se me pasa la morriña. Y todo, gracias a la tecnología. Qué hubiera sido de nosotros sin ella hace tan sólo cinco años, cuando éramos poco menos que trogloditas. Menos mal que hemos recobrado la sensatez a tiempo y ahora disfrutamos de la vida.