ABOLIR LA GRAVEDAD

 


No sé en qué momento el Parlamento abolió la Ley de la gravedad. Creo que fue un martes insustancial. Lo anunciaron a bombo y platillo en todos los medios de comunicación como una cosa extraordinaria, y en efecto lo era; nunca antes se había derogado un precepto divino con tanta ligereza, pero estaban tan ansiosos en el hemiciclo por meterle mano, que sus señorías no repararon en gastos. Porque de algún modo, al abolir la física, suprimían también a Dios y eso les llenaba de gozo; los equiparaba en magnificencia y poderío al Creador, y lo que hizo en seis días, ellos lo suprimieron en tan sólo uno.

El día en que entró en vigor la derogación, lo celebramos en la calle con gran júbilo. Hubo fuegos artificiales, música, baile y el gobierno, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, invitó a pinchos de tortilla española a todo el mundo. Y efectivamente, llegó el día anunciado en el BOE y fue abrir los ojos y levitar como una pluma sostenido en la nada por una mísera corriente de aire. Desde entonces tengo la costumbre de acostarme sujeto a la cama con una soga al tobillo para no acabar con la frente en el techo. Ahora cuando voy al trabajo, lo hago de un salto desde la puerta de casa. Me elevo por los aires como un globo y desciendo con suavidad. Y aunque aterrizar no es fácil; porque coincidimos todos con puntualidad suiza en el trabajo, nos cuidamos de no tropezarnos en el descenso, y uno tras otro vamos haciendo pie en la entradita. Los más osados entran dando volteretas, pero eso está reservado a los saltimbanquis, los desmañados lo hacemos dando saltitos como gorriones. Desde entonces, damos brincos y hacemos piruetas en el aire. 

No obstante, estoy esperando al desarrollo de la ley porque según tengo entendido, el Reglamento es más osado incluso que el propio decreto y modificará las órbitas de los asteroides y las flamígeras colas de los cometas. Cuentan, además, que la disposición final obligará al sol a emitir menos radiación que tan perjudicial es. Y es que no hay nada como una buena ley para poner las cosas en su sitio.