GARANTES DE LA LEY


Siento disentir, es más, siento despertar a alguno en mitad del sueño, pero los agentes de la ley no son servidores públicos por mucho que así lo crean; no sirven al público sino que, como cualquier funcionario que trabaje para el Estado, lo hacen en el sector público; un ligero matiz semántico que sin embargo lo cambia todo. Tras haber escuchado durante años lo contrario, entiendo la dificultad que entraña asimilarlo, pero es así: los agentes no están a nuestro servicio sino al de las instituciones. Una lectura atenta de la RAE no deja lugar a dudas: "La policía es el cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas". Efectivamente, los agentes no están al servicio de la gente sino del Estado, y más concretamente de los políticos. Ni siquiera de la ley. Algo que ha quedado de manifiesto durante la pandemia cuando éstos multaban y arrestaban siguiendo los dictados del gobierno, aún cuando conocían (como lo sabía también todo el mundo), que el estado de alarma era inconstitucional. Sin embargo, eso no fue óbice y acataron las órdenes recibidas desde el Ministerio del Interior con el mayor celo. Porque, quién les paga. Se podría decir que los funcionarios trabajan a sueldo del mejor postor sino fuera porque éste, y en todos los casos, es el Estado; es el único autorizado, por sí mismo, claro, para financiarse mediante el uso de la fuerza detrayéndolo de los ingresos de los contribuyentes.

A muchos les parecerá que los impuestos les facultan de algún modo para pensar que, "puesto que las retribuciones de los agentes sale de mi bolsillo, de algún modo están también a mi servicio"; siento desengañarlos; no es así. Ha calado entre la población, incluso entre los propios agentes, la noción de "vocación de servicio público" como un axioma indubitado de la lealtad de la policía hacia la ciudadanía, pero tampoco esto es cierto; lo único que precisa el Estado de un agente es su ciega obediencia, nada más. La vocación y el espíritu de sacrificio es para los misioneros, de los funcionarios sólo se espera que acaten las órdenes.

Puede que los intereses del Estado y de la población civil sean coincidentes; una reyerta necesariamente debe ser sofocada, un robo impedido, un asesinato evitado por el bien de la paz social, porque de lo contrario el pueblo se preguntaría, de qué sirve pagar impuestos, y se amotinarían con toda razón. De ahí, el celo del gobierno en evitar que los crímenes se desmanden, pues no hay nada que tema más un Estado que una revuelta popular. Porque son los detonantes de las revoluciones, la aniquilación de la clase gobernante, y la sustitución de ésta por otra que hará exactamente lo mismo. Por tanto, el primer interesado en que no haya alteraciones de orden público es el propio Estado. De hecho, ninguna institución desconfía más de los ciudadanos que el Estado. Las puertas de una iglesia están abiertas para todo aquel que quiera penetrar en el templo, pero las oficinas de los organismos oficiales, que es el templo de nuestros días, son custodiadas por agentes de seguridad. Eso nos debería hacer pensar que de quien recela la administración es del administrado.

El monopolio efectivo de la fuerza se produce en dos órdenes: exterior mediante la custodia de las fronteras y la defensa nacional, e interior, mediante los agentes y fuerzas del Estado. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, mediante la Ley Orgánica 2/1986, de 13 marzo, sitúa a los agentes "al servicio de las Administraciones públicas para el mantenimiento de la seguridad pública". Repárese en que la citada ley no dice "al servicio de la ciudadanía". Soy consciente de que es fácil caer en el lapsus de asociar una cosa con la otra, pero ambas cosas son disímiles; la primera ordena a la segunda, que no le queda más remedio que obedecer, so pena de querer padecer el peso de la ley. Ley que curiosamente no se aplica para la administración pública, ni entre administraciones. Porque sería tanto como robarse entre ladrones y eso no es prudente. Pero duerman, duerman, no vaya a ser que me tomen en serio.